Por Alberto Avendaño
Acaba de pasar por el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, en España. Lo hizo virtualmente, con declaraciones a medios de comunicación, y presencialmente al inaugurar el Festival con su última película, “Rifkin’s Festival”, rodada el pasado verano en la ciudad española. La película habla de amor, desamor, inseguridades y obsesiones. Y de cine. O sea, Woody Allen habla, desde hace mucho, del tema que mejor conoce: él mismo. Y así lleva décadas siendo un director único, personal e intransferible. Un artista de enorme relevancia en la historia del cine.
Pero un artista al que en Estados Unidos se ha intentado bloquear: se cancela la distribución de películas como “Día de lluvia en Nueva York” y la editorial que iba a lanzar su autobiografía se echa para atrás ante la presión de quienes lo acusan de pederastia, encabezados por Ronan Farrow el hijo adoptivo de Mia Farrow, la ex novia de Allen y cuya hija adoptiva, Soon-Yi Previn, se casó hace más de dos décadas con el director de “Manhattan” provocando una batalla legal, tan ruidosa como telenovelesca, de la que Allen saldría libre de cargos. Un veredicto que no calmó a quienes lo culpan de abuso a menores. Claro que culpar a alguien no lo convierte en culpable. Tal vez por eso intentan atacar sus obras.
Pero su autobiografía, A propósito de nada, se publicó finalmente y nos permitió escuchar la voz de Allen. La vida de un neurótico contada por él mismo. Y al leer el libro nos encontramos en el interior de la mente de un contador de historias que nos sitúa ante el escenario de su vida para que juzguemos y disfrutemos. Al leer la versión original, en inglés, uno tiene la sensación de escuchar la voz de Allen, esa de las películas, cuando participaba como uno de los personajes de alguna de sus historias. Y nos dejamos seducir por el gran amor de su vida: Nueva York. Y por el desorden vital de su infancia, el caos familiar, la precariedad y la picaresca. Gran material para el cómico que se abrió paso con tanta astucia, como fortuna. Y también gracias a maestros que le echaron una mano y a quienes Allen recuerda con afecto en su libro.
A propósito de nada está lleno de mucho: el retrato, en sus propias palabras, de un chaval judío de clase media baja que estaba obsesionado por huir de la realidad y se encontró con la magia. Eso quiso ser: un mago. No funcionó. Ese fue su primer fracaso. El otro fracaso constante en el libro y en su vida: las mujeres. Es descorazonador ver a un joven, que se está abriendo paso en el mundo del entretenimiento y luego en el cine, admitir su incapacidad para mantener relaciones afectivas normales o mínimamente estables. Reconoce que nunca supo ver las señales que indicaban que la relación que iba a empezar no podía durar. Y con lo bueno que es a la hora de juzgar y analizar sus neurosis y problemas de carácter, resulta casi patético escucharle decir que siempre fue incapaz de ver los problemas que padecían sus novias, Mia Farrow incluida. Pero sobre eso hablamos en un momento. Primero: los otros amores de Allen.
El libro debía venir acompañado por un código que nos llevase digitalmente a escuchar a Cole Porter, a Sidney Bechet, a Thelonious Monk. Se confiesa incapaz de llegarle a la suela de los zapatos (en inglés no suena tan expresivo) a sus ídolos. En humor: Perelman, comediante ácido de chistes legendarios sobre el Holocausto; y Bob Hope, un clásico que uno no se esperaría en la galaxia Allen. En cine: el existencialismo sueco de Bergman o el tremendismo de Fellini. En teatro: Chejov. En jazz: Bud Powell.
Asegura que es un “fraude” como artista y como intelectual y se pasa párrafos enteros justificando esta afirmación. Es tímido hasta la extenuación y le cuesta acudir a eventos sociales. Pero es doméstico hasta la sorpresa. Confiesa relajar su constante apego a la construcción de historias con su afición al deporte, incluso por televisión. En su primera cita con Soon-Yi la llevó a ver un partido de la NBA de los Knicks de Nueva York. Dice que no usa paraguas, ni relojes, que no sabe usar cámaras de fotos, que necesita a su esposa para usar un DVD y que escribe sus guiones en máquina de escribir de las de antes, a las que no sabe cómo cambiar la cinta. Exagera. O no.
Lo cierto es que una de esas máquinas que no sabe usar es la culpable de su drama vital en los últimos 30 años. Cuenta que al empezar su relación con Soon-Yi le hizo unas fotos eróticas con una Polaroid que le habían regalado. Aunque él y Farrow nunca vivieron bajo el mismo techo, la actriz, protagonista de algunas excelentes películas de Allen, descubrió esas fotos en el apartamento del cineasta en Manhattan e inició un ataque legal y moral contra él tan rocambolesco que supera a cualquier ficción.
En el libro de más de 400 páginas, Allen le dedica unas 70 a dar su versión de los hechos que abarrotaron los medios de comunicación en los años 90 del siglo pasado. Allen fue absuelto de las acusaciones de pederastia y abuso sexual a hijos menores de Farrow. Pero los medios de comunicación estadounidenses y la “corrección política” instalada en las mentes y las bocas de muchos en la industria cultural se han resistido a aceptar el veredicto. Allen se pregunta en el libro que si realmente fuera lo que Farrow afirmó de él, ¿cómo se explica su absolución y que, después de un proceso investigado por dos jueces, se le permitiese adoptar a dos hijas que ha criado junto a Soon-Yi durante más de dos décadas de matrimonio? En momentos delicados para su reputación, Allen agradece el apoyo de personajes del cine como Pedro Almodovar o Javier Bardem.
Lo cierto es que no se le perdona a Allen haber sido acusado. Y se silencia (¿por ser mujer?) la obsesión por adoptar de Farrow (hasta 14 hijos) y su conocida relación disfuncional y abusiva con ellos.
Lo mejor del libro es que la telenovela Allen-Farrow no oscurece el humor de acoso y derribo contra si mismo y la constante mueca disruptiva de Woody Allen. Quienes apreciamos su cine, el bueno y el malo, sabemos que no hay nada más inquietante, creativo y gracioso que su seriedad.
(Ilustración de cabecera: Gogue).