Después de las primeras navidades pasadas en Santander y de la visita de mi madre, volví al trabajo. Mi rutina era trabajo, trabajo y trabajo. El poco tiempo que me quedaba lo pasaba delante de la ventana con las vistas a mi mar y con mi hermana, mi cuñado y mis sobrinas.
No estaba preparada para la vida social, no sabía cómo hacer amigas ni cómo relacionarme con la gente, tenía más idea de cómo interactuar con una cabra que con un ser humano y no hablemos de los hombres, porque eso sí que era terreno desconocido y con pocas ganas de conocer, sinceramente. Bueno…
Justo después de año nuevo, mi jefe me dijo que íbamos a comer juntos porque iba a venir un primo suyo de Torrelavega. Le quería dar una oportunidad como comercial. Llevaba tres años preparando unas oposiciones para el Ayuntamiento y siempre se había quedado a las puertas, así que la familia le había pedido a mi jefe que le echara una mano. La comida/entrevista con el pobre primo fue un auténtico desastre, no tenía don de gentes, era tímido y a veces tartamudeaba. Un físico mediocre y un tic con el dedo índice de la mano derecha que hacía que lo estuviera moviendo continuamente y que hipnotizaba.
El primo, suspendido como comercial. Mi jefe, en privado, le dijo:
“Céntrate mejor en las oposiciones, macho, lo que tú necesitas es un trabajo fijo y no estar en contacto con mucha gente, a ver si tienen un archivo o algo así para que puedas catalogar algo”.
Al principio pensé que mi jefe no había sido muy convincente porque Pepe se dejaba caer con mucha frecuencia por la oficina sin ningún motivo.
“Solo para saludar” decía. Y se quedaba como un pasmarote de pie o sentado al lado de mi mesa.
A mí no me preocupaba en absoluto porque era el primo de mi jefe y yo estaba a mi trabajo, pero un día se dejó caer por la oficina y estaba sola, después de dos horas en silencio esperando a su primo, que no iba a volver, y casi en estado de shock e hiperventilando (se puso tan rojo que yo creí que le iba a dar una lipotimia), me preguntó si quería tomar una infusión.
El principio de una relación: “¿Te tomarías una infusión?”. Yo estaba un poco perdida.
“¿Una infusión? ¿Una infusión?”
¿Quería una infusión en ese momento? ¿Bebía solo infusiones? ¿Me podría tomar un café con leche?
La realidad es que no sabía lo que quería y se estaba poniendo más rojo y sudaba como si estuviera en un baño turco.
En el momento que estaba pasando de baño turco a olla a presión llegó mi jefe, le conté lo que ocurría y sentenció:
“Tú sabrás dónde te metes”
La traducción de la infusión que me daba la RAE se transformó en que quería salir conmigo gracias a mi cuñado, que lo tuvo claro desde el principio y que también adivinó, como mi jefe, que de ahí no saldría nada bueno. Mi hermana estaba tranquila, no se esperaba por lo más mínimo que “la infusión” se transformase en noviazgo para pasar a un matrimonio.
Hubo muchas “infusiones”, es decir, castas salidas donde no se hablaba de nada interesante, ni había ningún tipo de contacto físico. En esos meses la gran noticia fue que aprobó las oposiciones, mi cuñado dijo que yo le había motivado:
“¿Qué le habrás hecho?” preguntaba riéndose a carcajadas de su chiste.
“Yo nada, pensaba, aquí no se hace nada de nada”
Aprovechamos la buena noticia para presentarnos en familia, yo, a mi hermana y a mi cuñado, y él, a su madre “arpía”, su único hermano vivía a años luz, no se sabe dónde, fuera del alcance de las garras de su madre.
Antes de entrar en casa de mi hermana, me pidió en matrimonio en el ascensor, entre el primero y el tercero, yo, presa del pánico por la situación claustrofóbica y por el horror vacui del anillo de oro amarillo, con pedruscos varios, que metió a presión en mi dedo anular, dije:
“Sí, claro”
Lo primero que dijo mi hermana en cuanto nos vio aparecer fue:
“¿Qué llevas ahí puesto? Parece que te has calzado el Taj Mahal, eso lo has comprado en los chinos, seguro. No es para nada tu estilo”
Tierra trágame.
La vida te da muchas señales, ese anillo, como bien dijo mi hermana, no reflejaba para nada mi estilo ni mi forma de ser. Solo una persona que no te conoce, que no te quiere conocer o que quiere que seas de otra manera te regala semejante horterada. El anillo era una señal, en ese momento tenía que haber escapado corriendo sin echar la vista atrás. Pero no lo hice, así que seguí sentada en el comedor de casa de mi hermana con mi cuñado y mis sobrinas presentando a mi futuro marido. A cada segundo mi dedo índice se ponía más morado y mi hermana dijo que o lo sacamos o acabaremos en urgencias esperando para que lo corten. En el baño lloré por el dolor y por el lío en el que me había metido. Mi hermana estaba indignada.
“Parece mentira… al primer maromo que se te acerca y te pide que te cases con él le dices que sí. De verdad… Lo tienes todo, un piso, un trabajo, eres independiente, has salido de las garras de madre y te metes con el primero que pasa, tienes dieciocho años, tienes que vivir más la vida o por lo menos algo de vida”
Mi pobre cuñado vino al baño a decir que a María se le escuchaba todo y que se calmara, sobre todo, porque al “infusiones” le estaba dando una taquicardia. A mí, al oír llamar a Pepe “infusiones”, me dio la risa.
El anillo salió de mi dedo y decidimos que había que ensancharlo, mi hermana propuso cambiarlo un poco para que fuera menos vistoso. En realidad, tenía que haber dicho menos hortera, pero Pepe dijo que era herencia de su madre y tuvimos que callarnos. La ecuación me cuadró: suegra arpía igual a anillo hortera.
La señal número uno de la infusión no había hecho mella en mí, la señal número dos del anillo hortera, tampoco. Hubo más señales, pero mi pobre ángel de la guarda estaba afónico de tanto chillar, así que ya no estuve atenta y él acabó rindiéndose.
Una vez que Pepe aprobó las oposiciones y encontró la seguridad económica y un contexto de trabajo con gente como él, subió su autoestima e inició el declive de la mía, que andaba desde siempre escasa. Su madre se hizo omnipresente, los domingos se comía siempre con ella, mi hermana intentó invitarla a casa pero no hubo manera, la suegra arpía era la versión de madre en la ciudad. Yo, solo de pensar en la boda, temblaba. El binomio madre y suegra arpía era mi quebradero de cabeza.
Tuvimos otra señal, aquí fue mi hermana la que dijo:
“Por encima de mi cadáver”.
Habíamos decidido que viviríamos en mi piso, Pepe vivía con su madre, así que la decisión se tomó por si sola: Pepe y madre arpía se empeñaron en poner la casa a nombre de Pepe y mío. La verdad es que nunca he vuelto a ver a mi hermana convertida en el increíble Hulk, con todo su verde en esplendor y espuma por la boca. Creo que hasta Paco se asustó. Pepe, que ya no sufría de ataques de sofocamiento ni bebía más infusiones, puso los pies en polvorosa y se dio cuenta de que por ahí no iba a obtener nada. Mi piso era mío, pero no quedó ahí la cosa, mi hermana me hizo firmar separación de bienes y un testamento.
“Pepe tiene la casa de su madre” zanjó y no se volvió a hablar más del asunto.
Gracias, María.
El día de la boda se acercaba y faltaba por hacer una de las cosas más engorrosas que nadie quería afrontar, darle la noticia a madre. Paco tuvo que agarrar el toro por los cuernos y, un miércoles, a la hora de la cena, dijo:
“El sábado vamos al pueblo, ya he dejado recado en el bar”
Me encogí de hombros, era casi una mujer casada y me seguían organizando la vida, eso es lo que yo quería, dejar que todo fluyera a mi alrededor sin tomar decisiones, por eso también Pepe decidió casarse conmigo y yo, no sé… decidí no pensar.
Fuimos en dos coches, a la ida con Pepe y su madre arpía y a la vuelta con mi hermana, mi cuñado y mis sobrinas. ¿Por qué?
Porque cuando llegamos, lo primero que hicimos fue ir al bar a saludar a los parroquianos y tomarnos un vino para afrontar con coraje lo que se nos avecinaba, porque ver a madre vestida de negro y en zapatillas es todo un reto cuando estás sobria, porque nos saludó diciendo:
“Solo los sinvergüenzas van antes al bar que a saludar a la familia”
¡Empezamos genial!
Presenté a Pepe como mi prometido, madre:
“Solo una que ya está en estado se casa tan pronto”
Comimos en casa de madre, suegra arpía no paró de quejarse de lo horrible que es vivir en un pueblo, madre de los degenerados que viven en las ciudades, suegra arpía de lo maleducadas que eran las niñas comiendo delante de la televisión, madre que ya habría educado bien ella a su hijo… fue el festival de los cumplidos, un ping pong extenuante que duró tres horas. Suegra arpía alegó mala digestión y se largó con su hijo a Santander sin probar el postre.
En cuanto salieron por la puerta, madre empezó a despotricar contra mi futura suegra arpía y el calzonazos de mi futuro marido. Concluyó que no quería volver a ver a ninguno de los dos en su vida y que no contáramos con ella para la boda.
Esto último fue la única buena noticia del día.
Nos metimos los cinco en el coche invadidos por la desolación, pero a los cinco minutos de salir del pueblo Paco, siempre proclive al buen humor, dijo si venir a cuento:
“¡Y ese consejo os doy porque Popeye el marino soy!”
A lo que las niñas contestaron al unísono: “¡Pí, Pí!”
Todos riéndonos como locos de la histeria y del estrés que habíamos tenido durante el viaje y la comida. Fue tal la risa que Lili, una de mis sobrinas se tiró un pedo haciendo un ruido tremendo, fruto también de las alubias que había cocinado mi madre, lo que hizo que la risa siguiera. Aurora, que no quería dejar de ser protagonista, imitó a su hermana y aquello fue la explosión de Hiroshima y Nagasaki. Y así fue todo el viaje de vuelta, a propulsión, como dijo Pepe.
Estábamos tan tensos que la descarga de gases, que en otras circunstancias hubiera sido la causa de castigo o de reprimenda, fue un auténtico concierto para nuestros oídos, el concierto duró casi como el concierto de año nuevo de la Ópera de Viena, aunque seguramente el olor fuera distinto. Por lo menos las risas impidieron que volviéramos a hablar del asunto. Solo cuando mi hermana se despidió de mí en el portal de mi casa me dijo:
“Todavía estás a tiempo de anular todo, ¿lo sabes, verdad?”
“Sí, María” le respondí.
Pero yo no sabía nada de nada y seguía para adelante sin saber por qué y sin ninguna explicación. A lo mejor tenía miedo de quedarme sola. No sé…
Un día, seguramente pocos días antes de la boda, estábamos mi hermana y yo en pleno ajetreo en mi piso, haciendo sitio en los armarios para la ropa de Pepe, ordenando el ajuar que había mandado madre y que seguramente le había costado un ojo de la cara, cuando llegó Pepe con sus maletas. Pepe pasaría de vivir con su madre a vivir con su mujer.
Mi hermana, viendo el panorama de Pepe plantado en la puerta, dio una excusa cualquiera y pretendió irse. Digo pretendió porque yo no quería quedarme sola con Pepe en casa.
“No María, no te puedes ir, me tienes que ayudar con el arreglo del traje que Pepe no puede ver”
El traje, el traje de boda en cuestión, estaba en casa de mi hermana, así que ella se coscó en seguida de que allí había gato encerrado, pero muy encerrado, casi podrido que olía fatal.
El que sí puso los pies en polvorosa fue Pepe, que farfullando algo sobre el coche del amigo en segunda fila, se largó pitando.
“¿No me digas que todavía no has hecho nada con Pepe?” Preguntó mi hermana casi chillando.
“Bueno, qué más da” dije yo sabiendo la que me esperaba.
“¿Cómo que qué más da? ¡Te vas a casar con un hombre con el que no te has acostado! ¡No me lo puedo creer…!”
Y diciendo esto se dejó caer en el sofá.
“Esto va a ser un desastre” sentenció María “saca algo de alcohol porque me está dando un bajón de felicidad”
Abrí lo único que tenía, una de las botellas de tinto de la cesta de Navidad, y puse dos copas.
“Saca algo para picar que son las once de la mañana y te vas a coger la primera moña de tu vida siendo virgen”.
Mi hermana fue muy explícita contándome todos los pormenores y “por mayores” de la vida conyugal y sexual. Se lo agradecí, me hizo entrar en el baño para que me controlara los orificios de los que me había hablado.
“El de atrás no está en el menú, de momento, y menos para el marido…”
Jopé con la María, a lo mejor era María Magdalena… o María roscón de Reyes… Vaya talento para explicar sin tabús ni tapujos el “secreto del amor”
Ya con la segunda botella, el queso y las aceitunas, la conversación fluyó más y me atreví a preguntar:
“Tú ¿cómo sabes tanto de … eso?” Eso quería decir sexo.
“Porque si te casas con un hombre del que estás enamorada, te pone y además tiene imaginación… el sexo es lo mejor del mundo.”
Toma golpe bajo.
Y a continuación me preguntó, “¿tú tienes esos números en tu lotería?”
Mis cifras de la lotería fueron:
- Uno, como el año de noviazgo.
- Nueve, como los meses después del “sí quiero” que tardó en llegar nuestro primer hijo y…
- Dieciocho y medio, los meses que tardó en llegar el segundo.
- Desde los veintidós hasta los cuarenta y nueve años mi vida ha sido trabajo, casa, súper, colegios, médicos, lavadoras, tele, y para de contar. O no…
Así que después de una boda insulsa donde le di al cava desde el minuto cero, me tocó la noche de bodas que pasó como me imaginaba: sin pena ni gloria. Duró poco, se me enroscó el camisón por todos sitios y Pepe se apresuró a decir que era lo normal y que los hombres no podían con más de uno seguido.
“Vale, mejor” pensé.
Los niños llegaron seguidos y enseguida, eran niños buenos, pero no se sabe por qué motivo la gestión y educación era solo mía así como preocuparme de la casa, del súper, de los deberes, de los acompañamientos y todo lo demás.
Ni siquiera al fútbol los acompañaba, yo era siempre la única madre. E incluso, cuando hubo que acompañarles a jugar en Logroño con noche incluida y le pedí que fuera él porque iba otro padre de acompañante, no hubo manera. Jugaba el Racing en casa, que por aquella época jugaba en primera división y tenía que ir al estadio.
Hubo goleada, pero no precisamente en los campos de sport del Sardinero.
Así que me tocó ir a Logroño con otro padre y con doce niños. Salimos de Santander pronto, había que quedarse a dormir porque si ganaban tenían que jugar otro partido a la mañana siguiente. Ganaron y nos tuvimos que quedar a pasar la noche. Los niños se quedaban en un colegio a dormir y a cenar juntos, los mayores, es decir el otro padre y yo, en un hotel.
Roberto, que así se llamaba el otro padre, se había leído con detalle toda la agenda y ya sabía que nos teníamos que organizar por nuestra cuenta para cenar y había reservado en un restaurante muy cerca de la plaza del Espolón.
“¿Te apetece?” Me preguntó Roberto.
“Hace que no salgo a cenar fuera sin niños diez años” contesté.
“¡Qué exagerada!” se rio él.
“Ahora nos vamos al hotel, nos pegamos una ducha y nos vemos abajo a las ocho para tomar unos vinos en la calle Laurel. ¿Vale?” Me preguntó.
Yo me fui corriendo a Zara a comprarme algo para salir a cenar como una mujer normal que sale por las noches y no como una maruja que lleva encerrada en casa diez años sin vida social.
Un buzo de color caqui plisado con cinturón, que no me iba a volver a poner nunca más, con unas sandalias planas y un sujetador sin tirantes que, obviamente, no llevaba en la maleta, con braga a juego, fueron mis compras en quince minutos más otros tantos para la ducha. Llegué justa, justa, a nuestra “cita”.
Me extrañó que me saludara con dos besos, ya que nos acabábamos de ver hacía media hora, y que me dijera que estaba muy guapa.
El paseo y los vinos por la calle Laurel, que yo no conocía ni de oídas, fue espectacular, el ambiente, el vino, las tapas, llegue casi sin hambre y medio borracha al restaurante que, por cierto, estaba lleno y era muy original.
La conversación fluyó desde el minuto cero, cosa que me asombró ya que yo no tenía mucho tema del que hablar y era muy tímida. Hablamos del colegio de los niños, de la familia (él también estaba casado), del trabajo, etc. Y bebimos y comimos y bebimos y comimos.
Hice un traspiés subiendo la escalera de salida del restaurante y a partir de ahí no me soltó la mano. La copa en un lugar de moda surgió natural, lo del baile con canciones que me sonaban, también, y lo de ir a su habitación no hubo ni que preguntarlo.
Teorías darwinistas sobre la evolución de la especie tuvieron mucho sentido en casi toda la noche, pero hubiera objetado en muchos momentos sobre la teoría de Newton acerca de que todo a un cierto punto cae por su peso y, obviamente, hubiera mandado a Pepe a morir en la hoguera por su afirmación de que los hombres no podían con más de uno.
En esa habitación se cantaba “¡Bingo!” “¡línea!” y “¡teína por mí y por todos mis compañeros!” con mucha frecuencia.
Aquello fue un homenaje al Cirque du Solei y al trabajo de todos sus acróbatas que, todo sea dicho de paso está infravalorado, a la Venus de Milo y a todas las Venus de Logroño y, por qué no, al aparato reproductor masculino que cuando funciona como Dios manda es un auténtico milagro, lo digo por el contexto espiritual en el que me he metido.
Desempolvé la enciclopedia ilustrada de mi hermana “María Magdalena” y di paso a todos los platos del menú desde los entremeses hasta los postres sin olvidarme en ningún momento del sorbete de limón para pasar de un sabor a otro. Mi hermana estaría orgullosa de mí.
Al día siguiente bajé a desayunar con un cartel que decía:
“Dios existe y yo sé dónde está”
Tenía la piel suave como la un bebé, el pelo como una diosa griega y me sentía la mujer más bella de la tierra, pensé incluso en ir desnuda al partido de mis hijos. Solo al cruzarse por mi cabeza la palabra hijos me di cuenta de que me había olvidado por completo de ellos y de mi vida en general. No sabía cómo me llamaba, ni dónde vivía ni dónde trabajaba.
Después de toda una noche de sexo desenfrenado, al menos para mí, era otra. Me dolían hasta las pestañas, pero ya se sabe, “sarna con gusto ni pica”. A mí esa sarna me había dejado como nueva.
Nuestros hijos ganaron por goleada, lo mismo que nosotros la noche anterior y el Racing empató, cada uno tiene lo que se merece.
Logroño ha estado siempre presente en mi vida. He tenido muchas ocasiones de ver a Roberto, siempre nos miramos y nos sonreímos. A mí, ese cosquilleo que me recorre el cuerpo desde la raíz del pelo hasta el meñique del pie izquierdo me vuelve cada vez que le veo en el colegio recogiendo a su hijo o cuando viene a ver los partidos de fútbol. Ese cosquilleo lo traigo a menudo a mi mente y a mi cuerpo recordando cada segundo que pasé con él y cada centímetro que nos recorrimos juntos…
Un día, tomando un café con las madres del colegio, la mujer de Roberto dijo que su marido en la cama era aburrido, yo escupí el café por la nariz.
Levanté la mano y dije: “Su marido es el polvazo del siglo” obviamente solo en mi mente, lo que realmente dije fue:
“Hoy invito yo al café”