Todo lo bueno dura poco y se olvida pronto, generalmente por las adversidades de la vida. Dos días después de la vuelta de Logroño nos llamaron del pueblo porque madre estaba mala y, dado que era testaruda como una mula, no había manera de llevarla al médico o de que el médico fuera a visitarla.
María y yo nos plantamos allí al día siguiente, no sin antes pasar por la consulta del médico y llevarlo a casa de madre. La encontramos mucho peor de lo que pensábamos, estaba deshidratada, llevaba días sin comer y tenía una fiebre muy alta. La casa estaba poco ventilada y olía fatal. Mientras el médico se ocupaba de ella, mi hermana y yo nos dedicamos a abrir las ventanas y a ordenar la casa, todo estaba hecho un desastre. ¿Cuánto tiempo llevaba en ese estado? No teníamos ni idea.
Nosotras llamábamos todas las semanas a la dueña del bar y madre nos devolvía la llamada a regañadientes cuando pasaba a hacer algún recado.
“Aurora, llame a las niñas que están preocupadas” le decía.
“¡Esas no se preocupan por mí!” decía ella.
“No diga eso, mujer, que llaman al bar todas las semanas, ¡venga, entre!” le pedía.
El médico estaba asustado y nos recomendó que la lleváramos al hospital de Burgos, la situación no pintaba nada bien y se trataba de algo grave. Madre se negaba en redondo, pero mi hermana no dio su brazo a torcer. Tuvimos que llamar a una ambulancia y, mientras esperábamos, tuvimos tiempo de lavar a madre y cambiarla el camisón, la poca fuerza que tenía la usó para arremeter contra nosotras y llamarnos aves carroñeras. Muy típico de mi madre.
Dos días estuvo en el hospital repitiendo su mantra a los médicos, a las enfermeras y a nosotras:
“Me encuentro mucho mejor y me quiero ir a casa”
María y yo nos quedamos en Burgos, cogimos una pensión y nos dábamos los turnos para dormir y para ducharnos. Al segundo día, madre pidió el alta voluntaria, bueno, pedir es un eufemismo, porque se quitó ella misma la vía, se puso su ropa y sus zapatillas, cogió el bolso y, de esa guisa, me la encontré discutiendo con todo hijo de vecino mientras mi hermana lloraba incapaz de convencer a madre de quedarse.
En silencio la llevamos al pueblo, ya en casa, nos dijo que nos fuéramos a dar una vuelta para que nos diera el aire mientras ella preparaba la comida. No era un consejo eso de largarnos de casa, era una orden, así que nos fuimos a visitar al médico y ponerle al día y al bar a hacer lo mismo y a tomarnos un vino, que falta nos hacía.
Comimos juntas con madre y, al echarse su siesta, nos dijo:
“Recoger vosotras la cocina, si sois capaces”
Esas fueron las últimas palabras que escuché a mi madre.