“El deseo de las hojas perennes”

0
574
Eduardo Párraga

Por Eduardo Párraga

Mientras ventilaba su habitación, Dunia quedaba siempre embelesada, durante un buen rato, por las vistas al monte que ofrecía su cuarto. A medida que crecía y sus pequeños momentos de intimidad reclamaban, justamente, mayor espacio, Dunia cambiaba la rutina de ciertos hábitos. Algunas mañanas le gustaba desayunar, a solas, su tazón de leche con galletas, junto a la ventana, con la mirada perdida en la serranía. La carretera comarcal serpenteaba ladera abajo, como dueña y señora de la única entrada y salida al lugar, y era divertido buscar las curvas que desaparecían de la vista, de vez en cuando, para volver a aparecer, entre los árboles, unos kilómetros después. Allí, bajo la quietud de las montañas, se erigía el pueblo, como una resurgida Atlántida, resistiendo los embates del tiempo en su ubicación recóndita. Poético o fastidioso, según el día del año y el ojo que lo percibiera.

El viento frío mecía suavemente las cortinas, a la vez que las yemas de Dunia ardían por sostener la taza demasiado caliente. Le gustaba sentir ese contraste, esa cierta pasión, aún más en las horas del alba, como aquellas. La mitad humedecida de la galleta cayó a la leche y ahí permaneció como un náufrago a la deriva mientras Dunia bebía a sorbos rápidos, pues esa mañana no quedaban minutos para deleitarse en el paisaje. Había una tarea importante por hacer, un viaje por emprender.

Al poco rato, su abuelo Aurelio y ella cruzaban la plaza del pueblo, en dirección a las afueras. Las calles oscuras con sus horizontes grisáceos parecían sacadas de una novela gótica, en opinión de Dunia. Solo ella en la familia era capaz de convertir lo cotidiano en un fragmento épico. A sus doce años, sabía desenvolverse mejor en su mundo interior que en la realidad. Páginas y páginas de libros caían ante sus ojos, pavimentaban su día a día, creando un camino propio, tal y como harían las hojas del otoño que pronto pisarían al atravesar la linde del pueblo. Y aunque ella trataría de hacer el itinerario lo más ameno posible, blandiendo su mejor imaginación, sabía que ese trayecto para ir al médico era molesto y agotador para los habitantes de la zona. El consultorio había cerrado por enésima vez por falta de personal y las consultas estaban reorganizadas en un centro más grande en el pueblo más cercano. Así pues, para poder acudir a un médico de cabecera, los vecinos se veían obligados a recorrer una ruta de cuatro kilómetros que, tarde o temprano, tenían que cubrir a pie.

Dunia sabía que su madre se pondría hecha una furia en el momento en que se enterara de que no la habían avisado acerca de la decisión de ir caminando. Habría insistido en venir de la ciudad para llevar a Aurelio en coche. Sin embargo, tras varias llamadas telefónicas, en las que fue imposible contactar con algún profesional, su abuelo y ella decidieron, a modo de pacto ancestral para la nieta y de una especie de manía para él, que marcharían juntos a visitar al doctor. Era habitual que Dunia fuera la única heroína capaz de acompañar a Aurelio en cuanto éste sentía algún achaque. Solo ellos conocían los misterios de la senda.

Los primeros pasos del camino rural estaban flanqueados de árboles a ambos lados, remotos y guardianes de las tradiciones de la zona. Dunia imaginaba que era Ana de las Tejas Verdes atravesando Avonlea; Aurelio meditaba sobre las pérdidas del campo, año tras año, y los sacrificios de todos los vecinos. Sólo se escuchaba el sonido de sus pisadas en el suelo pedregoso, no obstante, el silencio entre ambos era placentero. A ella le encantaba su abuelo. Era un hombre un tanto árido, pero de buen corazón. En cada encuentro, adquiría de él su sentido de la responsabilidad y del deber. Nunca discutía con nadie; menos aún por temas políticos. Le interesaban su hogar y sus tierras. Su madre decía que era como el señor Cayo de la novela.

A medida que avanzaban, la plenitud de los llanos iba ganando terreno. Si encontraran algún cazador, su abuelo le avisaría de inmediato. Entonces, ella miraría hacia otro lado, perdiéndose en la inmensidad del paisaje con sus pequeñas elevaciones del campo, verdes y amarillentas. Tampoco es que necesitara pretextos para poder disfrutar las vistas.

Las reflexiones de Aurelio comenzaron a clarear, en voz alta, a medida que el cielo ganaba un azul luminoso. Le preocupaba que ya no hubiera médicos, le dolía que el pueblo se vaciara. Dunia tampoco lo entendía y no quería que los vecinos cayeran en el olvido. Cada vez que pasaba unos días con su abuelo, admiraba la fuerza y el misterio de esas personas. Deseaba seguir conociendo a Custodia, la panadera, cuya leve discapacidad sólo era perceptible por ojos profanos y malévolos; a Lorenzo, que siempre quiso ser velocista, pero su mayor reto fue crear la marca de caer a un pozo de alcantarillado y salir de él a toda prisa, en un abrir y cerrar de ojos, mientras huía de un perro; o a Petra, quien, abandonada hace años por su novio, antes de ir a la ópera por primera vez, escuchaba arias las noches de tormenta. Personas aisladas, expulsadas injustamente por el propio avance del mundo. Alguien debía mantenerlas vivas. Alguien debía recordarlas. Pese a que Dunia sabía que su abuelo se refería a otra clase de costumbres y raíces, hasta que lograra aprender ese valor en profundidad, trataría de seguir encontrando felicidad y magia en el día a día.

De este modo, satisfecha por ese vínculo generacional y por todo lo que aún podían aprender el uno del otro, agarró la mano de su abuelo y le prometió que, si era preciso, recorrerían ese camino juntos, todas las veces necesarias, recordando, siendo verde y amarillo, hasta que la vida se lo permitiera.