Penas y glorias del idioma peninsular.

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Valencia, Sevilla, Cádiz, Córdoba y otras ciudades figuran entre los puntos de obligada visita a partir de Madrid, cuya Puerta del Sol marca el kilómetro cero de las (casi) equidistancias hispalenses. Hago un esbozo, en mi visita exploratoria, de ciudades ibéricas, a fin de recoger impresiones lingüísticas, aparte de apreciar sus fabulosos panoramas urbanos y puntos notables, incomparables en el mundo.

La observación visual y auditiva del idioma castellano —cuyas variantes regionales adquieren, según los lugareños, categoría aparte, ya sea oficial o extraoficialmente— muestra el normal desarrollo y evolución que es de esperar en toda lengua viva. La lengua evoluciona y se adapta, o no, a los últimos adelantos terminológicos. A veces los toma prestados sin la menor alteración. Cabe advertir que en el español de EE.UU. se copian, si no se originan, los giros y voces que reflejan las peculiaridades del idioma y que en buena parte se deben a innovaciones tecnológicas u otras determinantes circunstanciales.

Es notorio que muchas transformaciones —esta de carácter estilístico o “conceptual”— sean de origen exógeno, por contagio con estilos de lenguas ajenas. La identificación de los días de la semana, por ejemplo, se ha reducido a “este”, al igual que en inglés. Para ello tienen cierto pretexto —que no “excusa”, pero esa es otra historia—: consiste en la inconsecuente, inexplicable simplificación del discurso que viene ocurriendo desde hace largos decenios.

En cambio, el ámbito cultural de España, con sus elementos académico, teatral y mediático, su interés en los libros, los museos y la cultural en general, es impresionante. La Real Academia Española, que cumple ahora su tricentenario con actos y presentaciones teatrales, y el Instituto Cervantes son dos ejemplos palpitantes. La prosa y la poesía se veneran y se cultivan con alegría y naturalidad, y se divulgan con el acostumbrado ahínco del suelo donde surgió, ha más de un milenio, el idioma cuya versión primigenia se plasmó en las Glosas emilianenses.

Ahora, en contraste con el español, la lengua inglesa escrita —digamos en la prensa diaria— es de vocabulario de menor riqueza y de carácter menos retórico y cultivado. Y no hablemos del lenguaje oral, que es muy limitado en contraste con el castellano, cuyos recursos y flexibilidad propician el cultivo de la prestancia en la prosa, no menos que en la poesía. No es crítica sino palpable realidad.

Por ejemplo, en inglés se ha perdido el útil y elegante subjuntivo, en tanto que cualquier campesino hispanohablante lo maneja de lo más campante.
Es curioso, sin embargo, que la identidad de los días semanales, que tradicionalmente se expresaba en el castellano de manera distinta a la de hoy, esté siguiendo una línea paralela al inglés. Así, la radio- y teledifusión nos hablan de “este lunes”, “este domingo”, “este martes”, etc. Con lo cual no se sabe con precisión si se trata del mismo día en que estamos, de uno pasado o futuro. Nada impide hacer esta distinción, a contrapelo de la literal traducción de partes noticiosos.

Siempre ha sido de lo más natural referirnos a los días con la calificación de “hoy”, “ayer”, “anteayer”, “mañana” y “pasado mañana”. Por ejemplo, “hoy lunes”, “ayer domingo” y “mañana martes”. En cambio el “este” es un deíctico enjuto que nada aclara. Al decir “este miércoles” no sabemos a ciencia cierta si se trata del día de hoy, de ayer, de mañana o de la semana próxima. La cronología —trátese ya de momentos pretéritos, futuros o presentes— queda enturbiada con la imprecisión temporal de un “este” cualquiera.

Pero el colmo de “este” como adjetivo demostrativo es en la expresión de una fecha completa como es común en noticiarios, digamos, “este 30 de mayo de 2014”, como si pudiera haber OTRA fecha igual en la historia de la humanidad. Es evidente que el “este” sobra cuando corresponde “el”.

Hasta aquí el préstamo estilístico o conceptual, distinto del sintáctico y de la ociosa adopción de voces extranjeras sin la menor alteración, como “e-mail”, “smartphone” y otras tantas de orden tecnológico. Como ya hemos indicado anteriormente, estos vocablos tienen clarísimos equivalentes castellanos (“correl”, “supermóvil”). Y ya se nos han venido encima otras como “e-reader” y “e-book”, que siguiendo el patrón de “correl” se pueden transformar sencillamente en “lectorel” (“lector el-ectrónico”) y “librel” (“libro el-ectrónico”).

Son voces que por su estructura y fuerza expresiva son rara vez cuestionadas por ningún interlocutor. Claras y una vez escuchadas, son inconfundibles.

Al fijar inconscientemente patrones difundidos por “e-mail”, “Smartphone”, “e-book”, “e-reader”, etcétera, (léase correl, supermóvil, librel y lectorel), las penas peninsulares del idioma se transforman en penas panhispánicas, empobreciéndonos y subvirtiendo los cimientos en que fundamos, a partir de nuestro AYER, el HOY y el MAÑANA del idioma.

“Emilio Bernal Labrada, académico, es autor de La prensa liEbre y de Asesinatos Impunes y crímenes de Costra en la vida pública de EE.UU”. Pedidos al autor o a amazon.com