Tengo 16 años y creo que soy muy madura.
He decidido pasar un año en Estados Unidos para mejorar mi inglés (la verdad es que ya es bastante bueno) y también para graduarme y acabar el instituto un año antes. Así podré despedirme definitivamente de mis compañeros de clase que son bastante catetos. He llegado a este sitio infernal de paletos por el trabajo de mi padre. Yo, ¡en la vida me hubiera movido de Millán! Esta ciudad de provincias tiene solo un centro comercial y es más aburrida que un cementerio.
Dentro de pocos días sabré donde voy, con el programa Estados Unidos, la familia selecciona al estudiante porque no la pagan así que estoy segura que mi familia estará encantada de mí y seguro que habrá peleas para quedarse conmigo. Mi collage de presentación era perfecto las fotografía que elegí eran estupendas, como actividades preferidas puse leer y pasear. Me gustan las revistas e ir de compras así que todo verdad.
Acaba de llegar la carta con mi destino, ¡qué emoción y que nervios!
Albuquerque, Nuevo Méjico… un sitio en medio de la nada con un porcentaje alto de inmigración mejicana. Yo soñaba con Nueva York, Miami, Boston, Washington… algo de más estilo. Mi familia está compuesta por una mujer separada con 3 niños, imagino que tendrá una interina en casa ya que pone en su ficha que trabaja como periodista en el periódico de la ciudad (qué glamour). Tengo una habitación toda para mí con baño, hip hip hurra por la privacidad.
Por desgracia unos días antes de viajar, en la fiesta que organicé para despedirme de mis compañeros y para mostrarles lo contenta que estaba de largarme de este sitio infernal, he tenido un pequeño accidente. Me he roto el dedo meñique del pie izquierdo tropezando con un cable del equipo de música que habían dejado mal puesto, estos provinciales no saben trabajar ni siquiera cuando les das todo tipo de indicaciones. Me había puesto unas sandalias de 12 centímetros de Jimmy Choo que había comprado en Yoox espectaculares, creo que los de urgencias se quedaron boquiabiertos cuando las vieron.
Ahora estoy en silla de ruedas facturando en el aeropuerto, me llevan por todo en terminal así y tendré que pasar la aduana rodeada de viejos obesos americanos que non pueden moverse por sí mismos.
Yo no hubiera pedido jamás este tipo de asistencia pero mi madre es muy testaruda, ¡¡¡qué vergüenza!!! En la terminal todos me miraban como si fuera una idiota. En la puerta de embarque, he dejado abandonada la silla de ruedas, me he hecho la loca cuando han llamado a todos estos inválidos para el embarque y he entrado por mi cuenta con mi revista Vogue en el brazo y con la tarjeta de embarque dentro señalando una página al azar tal y como lo había imaginado, con aire de diva.
Tengo dieciséis años y quisiera no sentirme tan madura para poder echarme a llorar.
Acabo de llegar a Albuquerque, tras 14 horas de vuelo y 6 horas de espera en el aeropuerto de Newark. Renunciando a mi asistencia especial y a mi silla de ruedas he tenido que hacer 2 horas de cola en la aduana y me he tenido que cargar el maletón de 30 kilos, el trolley de 10 kilos, la mochila de 5 kilos y el Vogue. Mi madre tenía razón sobre la asistencia especial, tengo que acordarme de no decírselo.
El meñique roto del pie izquierdo tiene pegado suciedad de todo tipo (incluidos pelos animales y humanos) me he tenido que quitar los zapatos y estos americanos no tienen ni siquiera las protecciones de plástico para los pies. He dejado también en casa las servilletitas húmedas que me había dado mi padre para estos casos. Me tengo que recordar también de que no se me escape este episodio. Bueno… va todo bien, intento convencerme sin mucho éxito.
Antes de aterrizar en Albuquerque voy al baño para lavarme los dientes, he perdido la cuenta de las veces que he ido al baño, he leído en una revista que en los viajes largos en avión hay que beber mucha agua para que no se te seque la piel y hay que moverse a menudo. Mis piernas y mis riñones están bien pero tengo un careto blanco horroroso y los ojos con venas de sangre por no dormir y por este maldito aire acondicionado.
Mi maleta se ha perdido, esta es la conclusión a la que llegan 3 horas después del aterrizaje, mi “madre” americana no puede entrar y mi inglés no es tan bueno como esperaba, al final nos hemos entendido mitad en español mitad en italiano gracias a un mejicano que trabajaba en la aduana. Salgo con el trolley y la mochila, el Vogue lo he perdido sin ni siquiera abrirlo…
En casa me encuentro la desolación de mi habitación, todavía no he tenido la valentía de ir a ver el baño, mientras mi “madre” americana me grita que me está preparando la cena, son las 6 de la tarde pero en general se cena a las 5 de la tarde, la cena será un triste bocadillito de pavito con mucha mayonesa y un vaso de leche fría. Saco las cosas del trolley y de la mochila. No sé dónde poner las cosas, la habitación es la representación del horror vacui, lo hemos estudiado con el Barroco en el colegio el último mes se me quedó en la cabeza porque leí en alguna revista que este periodo había inspirado Dolce e Gabanna para su última colección.
Solo una noticia buena hoy: han encontrado mi maleta y mañana la traen a casa. ¡Genial! Así el lunes podré desfilar con un súper modelazo para inaugurar mi año escolar. No acabo este dulce pensamiento cuando lega mi “madre” americana con el uniforme del colegio. Sabía que era un colegio privado pero no que hubiera uniforme: falda de palas azul marino con peto, camiseta blanca, calcetín blanco y mocasines negros, delante del espejo me parezco Heidi yendo al funeral de su abuelo.
La frase de mi “madre” americana: “Descansa hoy que mañana llegan los niños a la hora de la comida: 11.30”