UN AÑO SIN COVID 7

CANADÁ

0
624
Irene Calvo

Con mucha pena, porque en muy poco tiempo me había hecho a Boston, a su ritmo y a su gente y con el virus invadiendo Europa, pero todavía sin conciencia alguna de lo que se nos echaba encina el 7 de marzo, me fui a Vancouver. Tengo que decir que la pereza del cambio, tal y como me llega, desaparece en cuanto estoy sentada en un taxi, con la maleta, comprobando que lo llevo todo y pienso:
“’¡Otra nueva aventura!”

Primero, un mini avión y poco más de una hora para llegar a Montreal; el paisaje desde el avión era de nieve total y absoluta, ¡pobres! Pero, pobre yo que, como me esperaban otras siete horas de vuelo desde Montreal a Vancouver, dejé las drogas duras (mi ansiolítico) para el segundo vuelo, eso sí, la azafata se tuvo que sentar a mi lado para decirme que estaba todo bajo control y que dejara de apretarle el brazo.

Llegué a Vancouver con un hambre de lobo y agotada. Como aterricé muy tarde, mi host family me recibió con ganas de que me fuera a la cama (normal) pero me aseguraron que me acompañarían al día siguiente a la escuela donde tenía que hacer el test de nivel a las 9 de la mañana. El rugido de mis tripas por el hambre se oía desde Boston. Pero eso, mis queridos lectores, eso no fue lo peor…

No se por qué pero se me olvidó la combinación de la maleta y acabé intentando abrirla dando mordiscos a la cremallera. Sudando y perdiendo la batalla, me pegué una ducha rápida y me volví a poner la camisa del viaje para dormir. Testaruda como una mula que soy, no estaba dispuesta a dejarme vencer por una Samsonite así empecé con 000 a probar todas las combinaciones 001, 002, 003… Gané, única y exclusivamente, porque era 019, el día del cumpleaños de mi hijo mayor y porque la neurona buena aletargada por el ansiolítico se despertó y me dijo:

“Pedazo de capulla lo tienes escrito en la agenda: maleta grande 019”

Vale, sí, soy una capulla, pero voy a colocar mis cosas y voy a dormir con mi pijama.
Al día siguiente madrugué y desayuné como una campeona. Mi host father me acompañó por la mañana a la academia donde me iba a preparar para un examen de inglés. En Vancouver me iba a quedar seis semanas, el tiempo para examinarme e irme a Phoenix, donde estaba mi hijo estudiando y se licenciaba justo tres días después de mi examen; una semana después se graduaba mi hija: todo organizado al milímetro.

Un plan perfecto con el permiso del Covid. Pero bueno, de momento el Covid era algo lejano a mi nueva vida canadiense y eso que era el 8 de marzo de 2020. En la academia nos trataron un poco como en un internado inglés, seguramente porque la media de edad era de 18 años, yo, a mi tierna edad, no estoy para aguantar mucho de pie sin motivación alguna, ni para que me griten o me manden, así que empezamos un poco regular…

Pero me pusieron en un nivel alto, nos dieron un tentempié de pizza, al cual me abalancé hambrienta, también nos dieron una charlita de las cosas que ver, organización de la escuela, horario and so on y me tranquilicé un poco; además hacía un día espectacular. Me compré el abono de transportes para un mes y me pateé Vancouver que, sinceramente, es una auténtica maravilla. Llegué a casa molida y con un hambre canina, que no se sació del todo cuando me levanté de la mesa a las 19:15, pero estaba tan cansada, que creo que a las 19:17 estaba ya roncando.

El lunes era mi primer día de colegio y fue todo como me esperaba… una persona adulta/mayor (yo) rodeada de adolescentes durmientes sudamericanos y europeos (la mitad de la clase) a los cuales sus padres les habían mandado fuera de casa, con la excusa de aprender inglés pero, en realidad, para quitárseles del medio una temporadita, y de asiáticos (la otra mitad de la clase) que llevaban más de un año aprendiendo inglés para poder certificar con un examen que lo saben y poder pedir un visado para quedarse a vivir en Canadá.

¿Qué tenía yo que ver con ese grupo variopinto? Absolutamente nada.
Nueve horas de inglés al día, treinta minutos para comer sin poder salir, calentando la comida en microondas comunes y comiendo en la clase con ventanas (algunas aulas no las tenían) y sin poderlas abrir. Mis compañeras asiáticas comían partes del cuerpo de la gallina que, solo al recordarlo, se me pone la piel como la susodicha (gallina).
Al segundo día quería cambiar lo que fuera… ¡Mi reino por un cambio!

Me organicé mi estancia, puntos a favor:
• Mi host family: una maravilla, buenos cocineros, agradables, buena conversación, pendientes de mí, habitación y baño limpio, así que, un puntazo.
• Vancouver ofrece de todo: arte, naturaleza, buen vino, etc. Este último punto fue mi gran descubrimiento por lo que me apunté en un grupo de cata.

Mis objetivos canadienses eran fundamentalmente dos: el primero, prepararme para el examen de inglés, y el segundo, salir una temporada de Estados Unidos, ya que como turista solo podía estar tres meses, para poder regresar a las graduaciones de mis hijos. Así que me centré en organizar mi tiempo estudiando y conociendo la ciudad.

La primera semana fue estupenda, mi lista de las cosas qué hacer de mi agenda se iban tachando y me divertía; pero en Europa la situación iba de mal en peor… Yo me había matriculado para hacer a mediados de abril mi examen, para irme a Victoria en dos semanas, para otra cata… y, llegó el mazazo:

El 14 de marzo de 2020 España declara el estado de alarma.
Mi primer pensamiento fue “voy a esperar aquí a que pase el marrón europeo” pero ¡qué equivocada estaba!