Empuja Marcus empuja…

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Cuando decidí cambiar el sofá de casa fue porque le vendí los viejos a mi vecina y con el dinero me largué a Ikea de cabeza a encargar el sofá nuevo. Estuve una semana con el colchón de la cama debajo de la de mi hijo tirada en el suelo del salón, pero la verdad es que se estaba de vicio y mis hijos encantados con eso de estar de picknick todo el día. Pero, como no todo en la vida es fácil, con la venta de los sofás viejos estaba incluido el transporte, es decir, que tenía que ayudar a mi vecina a llevarlos a su casa.

Hasta aquí parece una historia banal pero primero necesito explicar donde vivía yo por aquel entonces. Para llegar a mi piso había que, nada más entrar, catapultarse por unas escaleras estrechas y bajar por una especie de túnel, por ahí fijo que no pasaban los sofás pero la buena noticia es que los sofás habían entrado en el piso, y yo lo había visto: ¡por la escalera de los trasteros! En mi casa había una puerta secreta que daba al hostil, húmedo y sucio pasillo de los trasteros…

Después de mover un armario que bloqueaba la puerta, quitar los cojines de los sofás, etc., empezamos la mudancita, gracias a Dios un rumano, de nombre Marcus o San Marcus, amigo de mi vecina, vino a ayudarnos a mover los sofás.

Primero “mudamos” el sofá-cama de dos plazas que pesaba como un auténtico muerto y, con una sudada descomunal, lo transportamos escaleras arriba a la terraza del piso bajo de mi vecina. El problema fue el tresillo que no doblaba la curva de las escaleras, y yo no soy precisamente el doble de Popeye o de Conan el bárbaro así que me temblaba todo el cuerpo. El tresillo se quedó encajado en la curva y, ante los gritos de mi vecina: “empuja Marcus empuja”, tuve que rendirme y ponerme a reír como una loca, sobre todo, de desesperación.

Cuando el “San Marcus empujador ruega por nosotros” lo- gró desencajar el tresillo pusimos rumbo al piso de mi vecina.

Lo mejor de todo no fue “empuja Marcus empuja” sino que la puerta del piso de mi vecina no era de una medida estándar sino más pequeña y con reja delante que molestaba; moraleja: el sofá cama de dos plazas no entraba. A la hora de la comida, un sándwich de jamón y queso (todavía no era vegetariana) en la puerta de mi vecina, mi madre me llamó y me dijo, ella muy sabia “yo creo que por la puerta de tu vecina el sofá no pasa”, yo contesté “mamá vete a gafar a otra parte”, pero las madres tienen siempre razón y el maldito sofá no pasaba.

“San Marcus ruega por nosotros” decidió, ante mi depresión total (febrero, posible lluvia, sofá por la calle y volver a meterlo en mi casa ni se toma en consideración) desmontar el sofá y así lo hizo. Yo, si me lo hubiera pedido, le hubiera dado un beso en la boca con lengua, pero opté por pasar la aspiradora a la casa de mi vecina que estaba hecha un cristo, luego me dio el dinero y me largué a Ikea a encargar mi sofá nuevo. Iba vestida como una mendiga y estaba sudada, ni me miré al espejo. En Ikea me hicieron un mega descuento por tener la tarjeta Ikea family y lloré emocionada ante los atónitos ojos de la cajera y de los clientes que estaban en la cola detrás de mi, “mira qué bien, dijo uno, con show y todo” Las cosas no siempre salen tan mal, la felicidad está en todas partes. También en Ikea.

¡Empuja Marcus empuja!